Esta es la historia de Francisca de 41 años, pero podría ser la historia de cualquier mujer salvadoreña. Ella vive en el cantón La Uvilla, en Cabañas, y está cansada de tanto afán desde que era niña; está cansada porque, desde que se levanta hasta que anochece, el oficio del hogar nunca termina. Está abatida porque durante el confinamiento por la pandemia hubo días en que los adultos de su casa no tuvieron qué comer y, para alimentar a los niños, improvisaron café y maicillo (comida para pájaros y aves de corral) tostado con azúcar.

Francisca repite la historia de su madre Feliciana, de 65, sus abatimientos, salud precaria, hijos alcohólicos, pero también se le suma un marido al que le cortaron un pie por padecer diabetes, un hombre postrado que no puede realizar el trabajo de la tierra, que es a lo que se dedican los habitantes de esta comunidad.

Madre e hija procrearon seis hijos cada una. A ellas, el Estado no les proveyó de educación básica por lo que no aprendieron a leer y a escribir. Sin embargo, ahora el Ministerio de Educación les exige dar asesorías de preescolar y primaria a los más pequeños de su hogar, pues por la pandemia las niñas y niños de la familia no asisten presencialmente a la escuela, pero deben de entregar tareas semanales.

Madre e hija procrearon seis hijos cada una. A ellas, el Estado no les proveyó de educación básica por lo que no aprendieron a leer y a escribir. Sin embargo, ahora el Ministerio de Educación les exige dar asesorías de preescolar y primaria a los más pequeños de su hogar, pues por la pandemia las niñas y niños de la familia no asisten presencialmente a la escuela, pero deben de entregar tareas semanales.

"Desde que una se levanta hasta que se duerme, el afán (trabajo del hogar) no termina".

-Francisca

Para abastecerse de agua, la familia de Francisca debe de ir con algunas de las vecinas que sí tienen tubería y, en el caso de la luz eléctrica, se han tenido que acostumbrar a vivir sin ella.

Durante nueve años, Francisca fue trabajadora del hogar. Ha lavado ropa ajena para subsistir, pero ahorita está desempleada y le ha sido difícil durante toda su vida combinar el trabajo remunerado con la crianza y el trabajo no remunerado en su hogar. Al contrario que otras familias de los alrededores, esta familia numerosa no cuenta con ningún miembro que envíe remesas de Estados Unidos.

Lo que pide Francisca es trabajo y que alguien les dé “pláticas a los cipotes”, porque asegura que durante la pandemia están más insoportables y desobedientes que de costumbre.

Las mujeres salvadoreñas dedican al trabajo doméstico y de cuidados no remunerados más del doble del tiempo que los hombres, siendo mayor en la zona rural y en los quintiles de menores ingresos.

“Yo he tenido una vida cruel, no me echan la mano”, asegura, decepcionada, sobre todo, de uno de sus hijos de 21 años que no la apoya a cultivar su tierra por padecer de alcoholismo, algo que preocupa a Feliciana y Francisca y es una constante en varios hombres de la comunidad.

"Necesitamos trabajo y que alguien le de pláticas a los cipotes porque en la pandemia han estado desobedientes".

-Francisca

Al preguntarle a esta mujer de cuerpo moreno y fornido, vestida con colores pasteles y falda ajustada, por qué en El Salvador hay personas que tienen mucho y otras que no tienen casi nada material, no lo piensa dos veces. “El problema es el egoísmo. La gente no sabe compartir”, subraya.

Al fondo, la familia muestra el molino de maíz como uno de los centros de la actividad familiar y ofrece a los visitantes desconocidos un vaso de refresco de cola muy frío, para brindar por esa “oportunidad” de trabajar que están esperando.

De izquierda a derecha: María Feliciana, María Francisca y Don Pablo.